Época: Expans europea XVI
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1600

Antecedente:
Europa del Norte y del Este



Comentario

Dentro del juego de las relaciones internacionales entre los países bálticos y orientales europeos, había un componente que cada vez cobraba mayor influencia a la hora de las alianzas por tener una proyección exterior que perseguía fines intervencionistas o meramente defensivos para contrarrestar los impulsos expansionistas de los rivales vecinos. Este elemento consistente y de presencia poderosa era el principado de Moscú, que gracias a la política de engrandecimiento llevada a cabo por sus dirigentes se había convertido en la temida Rusia que aparecía como dominadora de amplios territorios de la Europa del Este.
La ascensión de Rusia al primer plano de la realidad europea, como potencia a tener en cuenta, fue una de las consecuencias de la formación y posterior fortalecimiento del Estado ruso, obra debida mayormente a los tres soberanos que se sucedieron en el poder desde mediados del siglo XV hasta finales del XVI: Iván III (1462-1505), Basilio III (1505-1533) y, tras una etapa de disturbios e inestabilidad, Iván IV (de 1547, fecha de su coronación, a 1584). El primero de ellos puede ser considerado como el gran impulsor del principado de Moscú, promotor de la unificación de las tierras rusas e iniciador de la grandeza de los zares. Con unos criterios autoritarios y violentos, que serían mantenidos por sus sucesores, en aras de alcanzar sus ambiciosas pretensiones de dominio territorial, control social y afirmación soberana, Iván III lograría constituir durante su largo mandato un poder fuerte e indiscutido, autocrático, organizado en función de las necesidades de gobierno y administración del extenso ámbito que poco a poco iba abarcando la Corona rusa.

Casado con Sofía Paleólogo, sobrina del último emperador de Bizancio, quiso convertirse en el continuador de la magnificencia imperial, asumiendo al respecto los símbolos tradicionales del Imperio y realzando los aspectos llamativos de su realeza, a la que procuró dotar de carácter divino contando para ello con la colaboración del estamento eclesiástico ortodoxo. También desarrolló una apreciable tarea legislativa plasmada en el "Código de los 69 artículos". Sus éxitos territoriales fueron en verdad notables al apoderarse del gran ducado de Tver, de los principados de Jaroslav y Rostov, de las repúblicas de Pskov, Viatka y Riazan, siendo quizá su mayor logro expansionista el someter a la próspera zona comercial de la república de Novgorod, con su amplio territorio y sus colonias.

El expansionismo del principado de Moscú trajo consigo un importante movimiento de población, ya que muchas familias de los territorios anexionados fueron expulsadas de sus lugares de origen, siendo sustituidas por otras constituidas principalmente por boyardos, nobleza rural afín al soberano ruso que se convirtió así en un eficaz y fiel instrumento de colonización. Tanto Iván III como su sucesor Basilio III impulsaron esta política territorial agresiva de cambios poblacionales, que ayudaba a extender el dominio del Gobierno moscovita por zonas cada vez más alejadas del núcleo base de la poderosa Rusia que paulatinamente se estaba formando.

Pero todo este proceso de fortalecimiento estatal, de concentración territorial, de dominio social iniciado por ambos soberanos estuvo a punto de invertir su tendencia. De hecho, ésta se modificó durante algo más de una década por la crisis que se abrió tras la muerte de Basilio III, ya que la minoría de edad de su hijo Iván fue aprovechada por la vieja nobleza, que había sido sometida por el peso creciente del nuevo aparato de poder puesto en marcha por Iván III, y por la recién creada oligarquía territorial, para apoderarse de los resortes del poder, manifiesta reacción nobiliaria que pronto degeneró en violentas luchas internas de los clanes y linajes que se disputaban la primacía política.

Esta etapa de disturbios, de profunda inestabilidad, acabó cuando el joven Iván IV fue coronado, proclamándose a continuación zar y quedando a partir de entonces como soberano indiscutible de Rusia. El nuevo monarca proseguiría la obra empezada por sus inmediatos antecesores, llegando a superar en el transcurso de su reinado el grado de poder personal, de robustecimiento del Estado y de control social alcanzados por éstos. Figura excepcional, de compleja personalidad, cruel y sin escrúpulos, Iván IV no tuvo ninguna vacilación para aplicar una feroz política represiva contra todo y contra todos los que pudieran representar, aunque sólo fuera mínimamente, una amenaza a su gobierno despótico y a sus aspiraciones de hacer de Rusia una gran potencia sobre la base de un Estado central sin fisuras y de un autoritarismo sin trabas ni límites. El terror estatal lo ejercitó este príncipe engrandecido, este auténtico déspota una y otra vez, en cuantas ocasiones lo estimó oportuno, sin importarle los medios utilizados ni las medidas que se decidió a aplicar. Una policía política, la "oprichnina", fue creada especialmente para desarrollar la tarea represora, siendo dotada de una amplia capacidad de actuación hasta el punto de que llegó a convertirse en una especie de Estado dentro del propio Estado. Todos los grupos sociales supieron de su existencia, especialmente la levantisca nobleza de los boyardos, que fue duramente perseguida y castigada por sus pretensiones oligárquicas y autonómicas, aunque también el campesinado padeció con intensidad el autoritarismo zarista, que llegó al punto de prohibirle la libertad de movimiento, anticipo del régimen de servidumbre al que se vería sometido posteriormente.

El reforzamiento de la maquinaria estatal bajo Iván IV se operó en los distintos ramos de la Administración, de la Justicia y del Ejército, organismos revitalizados por el poder central, que contaba con la presencia dominante del soberano, asesorado por varios ministerios especializados en asuntos concretos que eran secundados por los secretarios reales y por una red de funcionarios, fieles servidores del autócrata. La Iglesia tampoco escapó al dirigismo del Estado, que intervino para que se cumpliera la disciplina eclesiástica.

No podía faltar asimismo la prosecución del expansionismo territorial, dirigido a todos los puntos posibles que estaban al alcance de la agresiva política exterior zarista, muy interesada por buscar salida al mar; de ahí los esfuerzos que se hicieron para lograr la conexión con el Caspio o en dirección al Báltico, objetivos que se lograrían en buena parte. Pero Iván IV también supo de derrotas y graves peligros exteriores, como el representado por el Imperio turco o por los tártaros crimeanos, quienes en 1571, apoyados por el califa otomano, llegaron nada menos que a destruir parte de Moscú, incendiando la ciudad y diezmando su población. Otro relativo fracaso lo experimentó en su avance hacia la zona lituana, al tener que retroceder ante la oposición del bloque polaco-sueco.

El gran problema de Rusia no vendría, sin embargo, del exterior, sino a consecuencia de las luchas internas por el poder que se desencadenaron a raíz de la desaparición del Terrible. La crisis por la que iba a pasar el Estado ruso desde este momento sería muy profunda y duradera, viniéndose abajo mucho de lo ya construido, hasta el punto de que Rusia experimentaría un notable retroceso en su potencialidad, quedando inmersa en un clima de incertidumbre y de decadencia generalizada de la que tardaría tiempo en salir.